miércoles, 10 de julio de 2013

Aprendo a escribir el final de una historia



Cuando en Milán llovieron sombreros


Una mañana, en Milán, el contable Bianchini iba al banco enviado por su empresa. Era un día precioso, no había ni siquiera un hilito de niebla; hasta se veía el cielo, y en el cielo, ademas, el sol; algo increíble en el mes de noviembre. El contable Bianchini estaba contento y al andar con paso ligero canturreaba para sus adentros: «Pero que día tan bonito, que día tan bonito, que día tan bonito, realmente bonito y bueno...»
Pero, de repente, se olvidó de cantar, se olvidó de andar y se quedó allí, con la boca abierta, mirando al aire, de tal forma que un transeúnte se le echó encima y le cantó las cuarenta:
—Eh, usted, ¿es que se dedica a ir por ahí contemplando las nubes? ¿Es que no puede mirar por dónde anda?

—Pero si no ando, estoy quieto... Mire.

—¿Mirar qué? Yo no puedo andar perdiendo el tiempo. ¿Mirar dónde? ¿Eh? ¿¡Oh!? ¡La Marimorena!

—Lo ve, ¿qué le parece?

—Pero eso son... son sombreros...

En efecto, del cielo azul caía una lluvia de sombreros. No un solo sombrero, que podía estar arrastrando el viento de un lado para otro. No sólo dos sombreros que podían haberse caído de un alféizar. Eran cien, mil, diez mil sombreros los que descendían del cielo ondeando. Sombreros de hombre, sombreros de mujer, sombreros con pluma, sombreros con flores, gorras de joquey, gorras de visera, kolbak de piel, boinas, chapelas, gorros de esquiar... Y después del contable Bianchini y de aquel otro señor, se pararon a mirar al aire muchos otros señores y señoras, también el chico del panadero, y el guardia que dirigía el tráfico en el cruce de la vía Manzoni y la vía Montenapoleone, también el tranviario del tranvía número dieciocho, y el del dieciséis e incluso el del uno... Los tranviarios bajaban del tranvía y miraban al aire y los pasajeros también descendían y todos decían algo:


—¡Qué maravilla!

—¡Parece imposible!

—Pero bueno, será para anunciar magdalenas.

—¿Qué tienen que ver las magdalenas con los sombreros?

—Entonces será para hacer propaganda del turrón.

—Y dale con el turrón. No piensa más que en cosas que llevarse a la boca.

Los sombreros no son comestibles.
—Entonces, ¿son de verdad sombreros?

—No, mire, ¡son timbres de bicicleta! ¿Pero es que no ve usted también lo que son?

—Parecen sombreros. Pero, ¿serán sombreros para ponerse en la cabeza?

—Perdone, ¿dónde se coloca usted el sombrero, en la nariz?

Por lo demás, las discusiones cesaron rápidamente. Los sombreros estaban tocando tierra, en la acera, en la calle, sobre los techos de los automóviles, alguno entraba por las ventanillas del tranvía, otros volaban directamente a las tiendas. La gente los recogía, empezaba a probárselos.
—Este es demasiado ancho.

—Pruébese éste, contable Bianchini.

—Pero ése es de mujer.

—Pues se lo lleva a su mujer ¿no?

—¡Se disfraza!

—¡Exacto! Yo no voy al banco con un sombrero de mujer...

—Démelo a mí, ése le va bien a mi abuela...

—Pero también le vale a la hermana de mi cuñado.

—Este lo he cogido yo primero.

—No, primero yo.

Había gente que salía corriendo con tres, cuatro sombreros, uno para cada miembro de la familia. También llegó una monja corriendo; pedía gorras para los huerfanitos.
Y cuantos más recogía la gente, más caían del cielo.
Cubrían el suelo público, llenaban los balcones. Sombreros, sombreritos, gorras, gorritos, bombines, chisteras, chapeos, sombrerazos de cow-boy, sombreros de teja, de pagoda, con cinta, sin cinta...
El contable Bianchini ya tenía diecisiete entre los brazos y no se decidía a seguir su camino.
—No todos los días hay una lluvia de sombreros, hay que aprovecharlo, uno 
LUse aprovisiona para toda la vida, como a mi edad la cabeza ya no crece...

—Si acaso se hará más pequeña.

—¿Cómo más pequeña? ¿Qué pretende insinuar? ¿Que perderé la cabeza?

—Vamos, vamos, no se enfade, contable; cójase esta gorra militar...

Y los sombreros llovían, llovían... Uno cayó justo encima de la cabeza del guardia (que ya no dirigía el tráfico; total, los sombreros se iban donde querían): era una gorra de general y todos dijeron que era una buena señal y pronto ascenderían al guardia.
¿Y luego?


PRIMER FINAL

Ese mismo día llegó al aeropuerto de Franfur un avión que llevaba mercancia  a la feria de Sombreros.Cuando la azafata bajó para sacar la mercancia vio que la puerta de la bodega estaba abierta. No sabía cómo podía haber ocurrido, pero todos los sombreros habían desaparecido. No quedaba ni uno. Bueno, el único sombrero que había era del comandante del avión.  ¿Los habrían robado? o ¿ habrían desaparecido por el camino?.
Al poco rato, escuchó por la radio la noticia de la lluvia de sombreros en Milán a la hora de comer. Entonces lo entendió todo.  Recordó que cuando el avión sobrevolaba la ciudad de Milán, ella misma se tropezó y con su brazo golpeó el botón de apertura de la bodega. Pensó que no había sido nada pero en ese momento toda la carga de sombreros cayó como una lluvia de primavera en Milán.
Ese año no se celebró la feria de sombreros Franfur, ni el siguiente, ni dos años después, desde que sucedió la lluvia de sombreros, todos los años la feria de sombreros es en Milán, la capital de la moda.

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